sábado, 11 de junio de 2011

libro 3 gravedad

Título original: Gravity
© 1999 by Tess Gerritsen
© 2000 Emecé Editores S.A.
Alsina 2062 - Buenos Aires
I.S.B.N.: 950-04-2132-X
Edición digital: fabian
Revisión: Leticia Q
R6 04/03
Estaba deslizándose por el borde del abismo.
Abajo, bostezaba la acuática negrura de un submundo frígido, donde el sol jamás había
penetrado, donde la única luz era la chispa fugaz de una criatura bioluminiscente.
Acostado boca abajo en la cucheta corporal de forma adaptable del Deep Flight tv, con la
cabeza protegida por un cono de acrílico transparente, el doctor Stephen D. Ahearn tuvo
la estimulante sensación de estar volando, sin trabas, a través de la vastedad del espacio.
En los rayos de las luces de las alas vio la llovizna suave y continua de restos orgánicos
que caían desde las aguas llenas de luz que estaban más arriba. Eran cadáveres de
protozoos, descendiendo a través de miles de metros de agua hacia su tumba definitiva
en el lecho del océano.
Navegaba a través de esa suave lluvia de restos, y dirigió al Deep Flight IV a lo largo
del borde del cañón subacuático, con el abismo a babor, el suelo de la meseta abajo.
Aunque el sedimento era aparentemente yermo, había señales de vida en todos lados.
Grabadas en el lecho del mar se veían huellas y surcos de criaturas errantes, que ahora
estaban ocultas y a salvo en su capa de sedimento. También vio señales de actividad
humana: una cadena oxidada, sinuosamente envuelta alrededor de un ancla caída; una
botella de gaseosa, a medias sumergida en un desprendimiento. Fantasmales restos del
extraño mundo de la superficie.
De repente, surgió una visión sorprendente. Se veía como si estuviera atravesando un
bosque submarino de troncos de árboles chamuscados. Los objetos eran chimeneas que
largaban humo negro, tubos de seis metros formados por minerales disueltos que
emergían de grietas en la corteza terrestre. Con las palancas de mando, maniobró el
Deep Flight IV suavemente hacia estribor, para esquivar las chimeneas.
-He alcanzado la abertura hidrotérmica-dijo-. Avanzando a dos nudos, chimeneas de
humo a babor.
-¿Cómo se está comportando? -la voz de Helen crepitó en su auricular.
-De maravilla. Quiero uno de estos para mí. Ella rió.
-Prepárate a firmar un gran cheque, Steve. ¿Ya divisaste el campo de nódulos?
Debería de estar inmediatamente adelante.
Ahearn se quedó en silencio durante un momento, mientras se asomaba en la
oscuridad acuática. Un minuto más tarde, contestó: -Lo veo.
Los nódulos de manganeso tenían el aspecto de terrones de carbón dispersos en el
lecho del océano. Con su extraña, casi bizarra lisura, formados por minerales que se
solidificaban alrededor de piedras o granos de arena, eran una fuente muy valiosa de
titanio y otros metales preciosos. Pero él no les prestó atención a los nódulos. Estaba en
busca de un premio mucho más valioso.
-Me dirijo hacia el cañón -dijo.
Con las palancas de mando, maniobró el Deep Flight IV en dirección al borde de la
meseta. Mientras su velocidad aumentaba a dos nudos y medio, las alas, diseñadas para
producir el efecto opuesto al de las alas de un aeroplano, arrastraron el submarino hacia
abajo. Comenzó a descender en el abismo.
-Mil cien metros -contó-. Mil ciento cincuenta...
-Ten cuidado con la zona de despeje. Es una grieta angosta. ¿Estás monitoreando la
temperatura del agua?
-Está comenzando a elevarse. Ahora llegó a trece grados. -Todavía estás lejos de la
abertura. Estarás en agua caliente dentro de unos dos mil metros.
De pronto, una sombra cruzó frente a la cara de Ahearn. Se echó hacia atrás y, sin
darse cuenta, le dio un tirón a la palanca de mandos que hizo que la nave se moviera a
estribor. El duro golpe del submarino contra la pared del cañón causó una resonante onda
de choque en el casco.
-¡Dios!
-¿Estado? -dijo Helen-. ¿Steve, cuál es el estado?
Él estaba hiperventilando, el pánico hacía que su corazón golpeara contra la cucheta
corporal. El casco. ¿Se dañó el casco? A través del sonido áspero de su propia
respiración, se preparó para oír el gruñido del metal que cedía, la fatal ráfaga de agua.
Estaba a más de mil metros debajo de la superficie, y más de cien atmósferas de presión
lo apretaban como un puño por todos lados. Una brecha en el casco, una explosión de
agua, y quedaría aplastado.
-¡Steve, contéstame!
Sentía el cuerpo empapado en sudor frío. Por fin consiguió hablar. -Me asusté...
Choqué contra la pared del cañón...
-¿Hay algún daño? Miró fuera de la cabina.
-No puedo decirlo. Creo que golpeó contra el arrecife con la unidad delantera del sonar.
-¿Todavía puedes maniobrar?
Movió las palancas de mando. La nave se corrió levemente hacia babor.
-Sí, sí. -Suspiró hondo. -Creo que estoy bien. Algo nadó frente a la cabina. Me
sobresaltó.
-¿Algo?
-¡Pasó tan rápido! Sólo vi una línea... Como una serpiente deslizándose.
-¿Era como la cabeza de un pez en el cuerpo de una anguila? -Sí. Sí, eso es lo que vi.
-Entonces era un pez zoarcido. Thermarces cerberus.. -Cerberus, pensó Ahearn con un
estremecimiento. El perro de tres cabezas que cuida los portales del infierno.
-El calor y el sulfuro los atrae -explicó Helen-. Vas a ver más cuando te acerques a la
abertura.
Si tú lo dices. Ahearn no conocía prácticamente nada de biología marina. Las criaturas
que ahora se deslizaban cerca de su cúpula de acrílico eran apenas objetos de curiosidad
para él, carteles vivientes que señalaban el camino hacia su objetivo. Con ambas manos
sujetando firmemente los controles, dirigió el Deep Flight IV a una profundidad mayor del
abismo.
Dos mil metros. Tres mil. ¿Y si había dañado el casco?
Cuatro mil metros. La presión aplastante del agua crecía linealmente a medida que
descendía. Ahora el agua era más negra, coloreada por estelas de sulfuro que surgían de
la abertura que estaba más abajo. Las luces de las alas apenas conseguían penetrar esa
gruesa suspensión mineral. Cegado por los remolinos de sedimentos, maniobró para salir
del agua teñida de sulfuro, y su visibilidad mejoró. Estaba descendiendo hacia un costado
de la abertura hidrotérmica, fuera de la extensión del agua calentada por el magma. Sin
embargo, la temperatura externa seguía aumentando.
Cuarenta y nueve grados.
Otra estela de movimiento atravesó su campo de visión. Esta vez, consiguió mantener
firmes los controles. Vio más peces zoarcidos, como serpientes gordas colgando cabeza
abajo como si estuvieran suspendidas en el espacio. El agua que manaba de la abertura
era rica en sulfuro de hidrógeno calentado, una sustancia química tóxica e incompatible
con la vida. Pero incluso en estas aguas negras y venenosas, la vida se las había
arreglado para florecer, en formas fantásticas y hermosas. Pegados a las paredes del
cañón había gusanos Riftia oscilantes, de dos metros de largo, adornados con tocados de
estelas escarlata. Vio grupos de almejas gigantes, de caparazón blanca, con
aterciopeladas lenguas rojas. Y vio cangrejos, inquietantemente pálidos y fantasmales
que se escondían en las hendeduras.
Aunque la unidad de aire acondicionado estaba en funcionamiento, comenzó a sentir
calor.
Seis mil metros. La temperatura del agua: ochenta y dos grados. En la estela misma,
calentada por el magma hirviendo, las temperaturas superarían los doscientos sesenta
grados. Que pudiera existir vida aquí, en la oscuridad total, en estas aguas venenosas y
recalentadas, parecía milagroso.
-Estoy en seis mil sesenta -dijo-. No lo veo.
En sus auriculares, la voz de Helen sonaba débil y crepitante. -Hay un saliente en la
pared. Deberías verlo cerca de los seis mil ochenta metros.
-Lo estoy buscando.
-Disminuye la velocidad de descenso. Va a aparecer rápidamente. -Seis mil setenta,
sigo buscando. Esto parece sopa de arvejas. Quizá yo esté en mala posición.
-...Lecturas de sonar... derrumbándose, ¡encima de ti! -Su frenético mensaje se perdió
en la estática.
-No copié eso. Repite.
-¡La pared del cañón está cediendo! Hay escombros cayendo sobre ti. ¡Sal de ahí!
Los fuertes pings de las rocas que golpeaban el casco lo hicieron entrar en pánico y
empujar hacia adelante las palancas de mando. Una sombra enorme se desmoronó a
través de la oscuridad más adelante y chocó contra un saliente del cañón, que lanzó una
nueva lluvia de escombros en el abismo. Los pings se aceleraron. Después se oyó un
estruendo ensordecedor, y el traqueteo que lo precedió fue como un puñetazo.
Su cabeza dio un salto hacia adelante, y la mandíbula golpeó contra la cucheta. Sintió
que se inclinaba hacia un costado, oyó el nauseabundo gemido del metal cuando el ala de
estribor raspó las rocas que sobresalían. El submarino siguió avanzando, mientras el
sedimento se arremolinaba alrededor de la cúpula formando una nube que impedía la
orientación.
Usó la palanca de emergencia para dejar caer todo el peso y movió los controles para
hacer ascender el submarino. Deep Flight IV avanzó dando sacudidas, con el metal
rechinando contra las rocas, hasta que, inesperadamente, se detuvo. Él quedó congelado
en el lugar, y el submarino se inclinó a estribor. Movió las palancas, frenéticamente, con
las turbinas al máximo.
Ninguna respuesta.
Hizo una pausa. El corazón le latía salvajemente mientras intentaba mantener el control
por encima de su pánico creciente. ¿Por qué no se movía? ¿Por qué no respondía el
submarino? Se obligó a revisar las dos unidades de imagen digital. La energía de la
batería estaba intacta. La unidad de corriente eléctrica seguía funcionando. El medidor de
profundidad marcaba seis mil ochenta y dos metros.
Con lentitud, el sedimento comenzó a despejarse, y las sombras recobraron su forma a
la luz del faro de babor. Al mirar hacia adelante, a través de la cúpula, vio un paisaje
extraño de piedras negras puntiagudas y gusanos Riftia rojo sangre. Estiró el cuello para
mirar el ala de estribor. Lo que vio le revolvió el estómago.
El ala estaba fuertemente encajada entre dos rocas. No podía moverse hacia adelante
ni hacia atrás. "Estoy atrapado en una tumba, a más de seis mil metros debajo del mar."
-¿... Me copias? ¿Steve, me copias?
Oyó su propia voz, debilitada por el miedo:
-No me puedo mover, el ala de estribor se atascó...
-Los flaps del ala de estribor. Un pequeño movimiento podría liberarte.
-Ya lo intenté. Intenté todo. No me muevo.
Se produjo un silencio mortal en los auriculares. ¿Había perdido el contacto? ¿Lo
habían desconectado? Pensó en el barco allá arriba, lejos, la cubierta que se balanceaba
suavemente en el oleaje. Pensó en la luz del sol. Había sido un hermoso día soleado en
la superficie, y los pájaros se deslizaban en el cielo. El mar era un azul sin fondo...
Escuchó la voz de un hombre. Era la de Palmer Gabriel, el hombre que había
financiado la expedición, hablando con calma y control, como siempre.
-Estamos comenzando los procedimientos de rescate, Steve. Ya está descendiendo el
otro submarino. Te vamos a subir a la superficie lo más pronto que podamos. -Hubo una
pausa, y después, agregó: -¿Ves algo? ¿Qué hay alrededor?
-Yo... Yo estoy parado en un saliente justo arriba de la abertura. -¿Qué detalles puedes
distinguir?
-¿Qué?
-Estás a seis mil ochenta y dos metros, justo la profundidad que nos interesa. ¿Qué me
dices de ese saliente? ¿De las rocas? "Voy a morir, y él me pregunta sobre las putas
rocas." -Steve, utiliza el estroboscopio. Dinos qué ves.
Se obligó a mirar el tablero de instrumentos y encendió el interruptor del estroboscopio.
Brillantes estallidos de luz surgieron en la oscuridad. Contempló el paisaje, ahora
revelado, que titilaba ante sus retinas. Antes, se había concentrado en los gusanos. Ahora
su atención se dirigió al inmenso campo de escombros dispersos a lo largo del lecho de la
saliente. Las rocas eran negras como carbón, como nódulos de magnesio, pero éstas
tenían bordes dentados, como fragmentos congelados de vidrio. Cuando miró a la
derecha, en dirección de las rocas recientemente fracturadas que atrapaban el ala, de
pronto se dio cuenta de qué era lo que estaba viendo.
-Helen tiene razón -susurró. -No copié eso.
-¡Tenía razón! La fuente de iridio... La tengo a la vista...
-Se está apagando. Te recomiendo... -La voz de Gabriel se quebró en estática y se
apagó.
-No copié. Repito, ¡no copié! -dijo Ahearn. No hubo respuesta.
Oyó el bombeo de su corazón, el rugido de su propia respiración. "Despacio, despacio.
Estoy usando demasiado rápido el oxígeno que me queda..."
Más allá de la cúpula de acrílico, la vida se deslizaba en una delicada danza a través
de aguas venenosas. A medida que los minutos se hacían horas, contempló el balanceo
de los gusanos Riftia, con sus estelas escarlata absorbiendo nutrientes. Vio un cangrejo
sin ojos que se arrastraba con lentitud en el campo de piedras.
Las luces se amortiguaron. Las hélices del aire acondicionado se apagaron de pronto.
Se estaba acabando la batería.
Apagó la luz del estroboscopio. Sólo la débil luz del ala de babor brillaba ahora. En
unos minutos comenzaría a sentir el calor de esa agua cargada del magma de ochenta y
dos grados. El calor pasaría a través del casco, y lo cocinaría vivo lentamente, en su
propio sudor. Ya sentía las gotas que goteaban desde su cuero cabelludo y se deslizaban
por las mejillas. Mantuvo la vista fija en ese cangrejo solitario, que avanzaba dando
delicadas cabriolas por el campo pétreo.
La luz del ala titiló. Y se apagó.
EL LANZAMIENTO
DOS
Julio 7
Dos años después
Abortar.
A través del trueno de los motores de propulsión de cohete impulsados por combustible
sólido y del traqueteo del orbitador que hacía rechinar los dientes, la orden de abortar
apareció con tanta claridad en la mente de Emma Watson, la especialista de Misión que
fue como si la hubiera oído en un grito a través de su unidad de comunicación. De hecho,
ningún miembro de la tripulación había dicho, esa palabra en voz alta, pero en ese
instante ella supo que había que tomar una decisión, y rápido. Aún no había oído el
veredicto del comandante Bob Kittredge o de la piloto Jill Hewitt, sentados en la cabina
frente a ella. No era necesario. Habían trabajado juntos en equipo tanto tiempo que
podían leerse las mentes, y las luces ámbar de alerta que titilaban en la consola de vuelo
del transbordador dictaban claramente las acciones a seguir.
Segundos antes, el Endeavour había alcanzado Max Q, el punto de lanzamiento de
mayor tensión aerodinámica, cuando el orbitador, al empujar contra la resistencia de la
atmósfera comienza a estremecerse violentamente. Kittredge había desacelerado un
poco, al setenta por ciento, para amortiguar las vibraciones. En ese momento, las luces
de la consola les indicaron que habían perdido dos de los tres motores principales. Incluso
con un motor principal y los dos motores de propulsión de combustible sólido en
funcionamiento, jamás llegarían a entrar en órbita.
Tenían que abortar el lanzamiento.
-Control, aquí el Endeavour-dijo Kittredge, con la voz nítida y firme, sin ninguna señal
de temor-. No podemos acelerar. Los ME * cayeron en Max Q. Estamos atascados en el
balde. Vamos a abortar en RTLS.
-Comprendido, Endeavour. Confirmamos que cayeron dos ME. Procedan a abortar en
RTLS después de quemar y agotar los SRB. Emma ya estaba buscando en la pila de
listas de controles, y tomó la tarjeta de "Abortamiento en modo Regreso al Sitio de
Lanzamiento". La tripulación conocía de memoria todos los pasos del procedimiento,
pero, en el frenético ritmo de un abortamiento de emergencia, se podía olvidar alguna
acción vital. La lista de controles era un sistema de seguridad.
Con el corazón a toda velocidad, Emma revisó los pasos apropiados, claramente
marcados en azul. Era posible sobrevivir a un abortamiento en RTLS con dos motores
apagados, pero sólo en teoría. Debía ocurrir una secuencia de sucesos casi milagrosos.
Primero tenían que arrojar combustible y cortar el último motor principal antes de separar
el enorme tanque externo de combustible. Después Kittredge daría vuelta el orbitador en
posición cabeza arriba, apuntando de regreso al sitio de lanzamiento. Tendría una
oportunidad, y sólo una, de guiarlos hacia un aterrizaje seguro en Kennedy. Un pequeño
error hundiría al Endeavour en el mar.
Ahora sus vidas estaban en manos del comandante Kittredge. Su voz, en constante
comunicación con Control de Misión, aún sonaba firme, hasta un poco aburrida, mientras
se aproximaban a la marca de dos minutos. El próximo punto de crisis. La pantalla cRT
mostró la señal Pc 50. Los motores de propulsión de cohete sólido estaban quemando el
combustible, en el momento apropiado. Emma sintió de inmediato la alarmante
desaceleración que se produjo cuando los motores consumieron el último combustible.
Entonces, una brillante explosión de luz en la ventana hizo que entrecerrara los ojos en el
momento en que las SRB estallaron alelándose del tanque.
El rugido del lanzamiento se transformó en un ominoso silencio, el violento
estremecimiento se calmó y pasó a ser un movimiento suave, casi tranquilo. En la abrupta
calma, ella sintió cómo se aceleraba su propio pulso, con el corazón golpeando como un
puño contra la constricción de su pecho.
Hay un glosario al final del libro que contiene muchas de estas siglas (N. del A.)
-Control, aquí el Endeavour -dijo Kittredge, sin perder su antinatural calma-. Tenemos
separación de SRB. -Comprendido, la vemos.
-Iniciando el abortamiento. -Kittredge liberó el botón de Abortamiento, con el interruptor
rotante ya en posición de la opción RTLS.
En su unidad de comunicación, Emma oyó que Jill Hewitt gritaba: -¡Emma, oigamos la
lista de control!
-La tengo.
Emma comenzó a leer en voz alta, y el sonido de su propia voz era de una calma tan
alarmante como la de Kittredge. Nadie que escuchara ese diálogo podría imaginar que
estaban frente a una catástrofe. Habían adoptado la modalidad de máquinas, el pánico
suprimido, todas las acciones guiadas por memorias y entrenamientos repetidos. Las
computadoras de a bordo marcarían automáticamente el trayecto de regreso. Seguían
desacelerando, pero todavía estaban subiendo a ciento veintidós mil metros mientras
agotaban el combustible.
En ese momento ella sintió el mareo de la rotación cuando el orbitador comenzó su
maniobra de volteo. El horizonte, que había estado invertido, de pronto se enderezó
cuando dieron la vuelta rumbo a Kennedy, a casi ochocientos cincuenta kilómetros de
distancia.
-Endeavour, aquí control. Accionen la interrupción del motor principal.
-Comprendido -respondió Kittredge-. Ahora, MECO.
En el panel de instrumentos, los indicadores del estado de los tres motores lanzaron
luces rojas. Él había cortado los motores principales, y en veinte segundos el tanque de
combustible externo caería en el mar.
"La altura está disminuyendo rápidamente", pensó Emma. "Pero vamos camino a
casa."
Sintió un respingo. Sonó una señal de advertencia, y en la consola se iluminaron
nuevas luces.
-¡Control, perdimos la computadora número 3! -gritó Hewitt-. ¡Perdimos un vector de
estado de navegación! ¡Repito, perdimos un vector de estado de navegación!
-Podría ser un desperfecto de medición inercial -dijo Andy Mercer, el otro especialista
de Misión sentado junto a Emma-. Ponlo fuera de línea.
-¡No! ¡Podría ser un bus de datos roto! -intervino Emma-. Yo digo que pongamos en
funcionamiento la copia de respaldo.
-De acuerdo -replicó Kittredge.
-Vamos a copia de respaldo -dijo Hewitt. Encendió la computadora número cinco.
El vector reapareció. Todos lanzaron un suspiro de alivio.
Un estallido de cargas explosivas indicó la separación del tanque de combustible vacío.
No podían verlo caer al mar, pero sabían que acababan de pasar otro punto de crisis.
Ahora el orbitador volaba libremente, un pájaro torpe y gordo que planeaba rumbo a casa.
Hewitt chilló:
-¡Mierda! ¡Hemos perdido una APU!
La mandíbula de Emma se contrajo cuando sonó otro timbre. Se había apagado una
unidad auxiliar de energía. Entonces se sintió el alarido de otra alarma, y su vista voló
hacia las consolas, envuelta en pánico. Una multitud de luces ámbar de advertencia
estaba brillando. En las pantallas de vídeo, habían desaparecido todos los datos. En
cambio, sólo se veían ominosas tiras negras y blancas. Una caída catastrófica de las
computadoras. Estaban volando sin datos de navegación. Sin controles de flap.
-¡Andy y yo estamos con el desperfecto de la APU! -gritó Emma.
-¡Enciendan la copia de respaldo otra vez!
Hewitt accionó el interruptor y lanzó una maldición.
-No me estoy divirtiendo para nada, muchachos. Acá no pasa nada...
-¡Hazlo otra vez! -Sigue sin reencenderse.
-¡La nave está volteándose! -exclamó Emma, y sintió que su estómago se agolpaba
hacia un costado.
Kittredge luchó con la palanca de control, pero ya habían caído demasiado a estribor.
El horizonte se puso vertical y se dio vuelta. El estómago de Emma se movió otra vez
cuando giraron y se enderezaron. La siguiente rotación llegó más rápidamente, y el
horizonte comenzó a retorcerse en un remolino vomitivo de cielo y mar y cielo. Una espiral
mortal.
Oyó el gemido de Hewitt; oyó que Kittredge decía, con una resignación apagada:
-La perdí.
Después se aceleraron los giros fatales, y la nave se zambulló hacia un final abrupto y
estremecedor.
Y sólo hubo silencio.
Una voz divertida se oyó en las unidades de comunicación. -Lo siento, chicos. No lo
lograron esta vez.
Emma se arrancó los auriculares. -¡Eso no fue justo, Hazel!
Jill Hewitt se sumó a su protesta.
-Oye, tú querías matarnos. No había manera de salvarla. Emma fue la primera de la
tripulación en salir del simulador de vuelo en transbordador. Con los otros precediéndola,
avanzó hacia la sala de control sin ventanas, donde los tres instructores estaban sentados
frente a una fila de consolas.
Hazel Barra, la líder del equipo, giró en su silla para enfrentar con una sonrisa
maliciosa a la alterada tripulación de cuatro personas del comandante Kittredge. Aunque
Hazel, con su glorioso cabello ondeado, parecía una madre lozana y terrenal, en realidad
era una jugadora cruel que hacía pasar a sus tripulaciones de vuelo por las simulaciones
más difíciles y parecía considerar una victoria cada vez que una tripulación no lograba
sobrevivir. Hazel tenía muy claro que cada lanzamiento podía terminar en un desastre, y
quería que sus astronautas estuvieran equipados con las habilidades para salir vivos.
Perder a uno de sus grupos era una pesadilla que esperaba que jamás tuviera que
enfrentar.
-Ese simulacro fue un golpe bajo, Hazel -se quejó Kittredge. -Oigan, ustedes se lo
pasaban sobreviviendo. Teníamos que bajarles el copete.
-Vamos -dijo Andy-. ¿Dos motores en el despegue? ¿Un bus de datos roto? ¿Una APU
caída? ¿Y después nos pones una computadora número cinco fallada? ¿De cuántos
desperfectos y problemas estamos hablando? No es realista.
Patrick, uno de los otros instructores, giró en la silla con una sonrisa.
-Ustedes ni siquiera notaron las otras cosas que hicimos. -¿Qué más había?
-Puse una falla en el sensor del tanque de oxígeno. Ninguno de ustedes vio el cambio
en la medición de la presión, ¿verdad? Kittredge lanzó una carcajada.
-¿Cuándo íbamos a tener tiempo? Estábamos haciendo malabares con una docena de
otros desperfectos.
Hazel levantó uno de sus robustos brazos para pedir tregua.
-Está bien, muchachos. Quizás exageramos. Francamente, nos sorprendió que
llegaran tan lejos con el abortamiento en RTLS. Quisimos tirarles otro problemita, para
hacerlo más interesante.
-Nos tiraste todo lo que tenías -replicó Hewitt.
-La verdad -dijo Patrick-es que ustedes son un poco arrogantes.
-La palabra es seguros.
-Lo cual es bueno -admitió Hazel-. Es bueno estar seguro de uno mismo. En el
simulacro integrado de la semana pasada, ustedes mostraron un gran trabajo de equipo.
Hasta Gordon Obie dijo que estaba impresionado.
-¿La Esfinge dijo eso? -Kittredge levantó sus cejas, sorprendido.
Gordon Obie era el director de Operaciones de Tripulaciones de Vuelo, un hombre tan
desconcertantemente silencioso y distante que en JCS nadie lo conocía en realidad.
Podía llegar a sentarse durante reuniones enteras de administración de misiones sin
pronunciar palabra, pero nadie dudaba de que estaba reconstruyendo, mentalmente, cada
detalle. Entre los astronautas, a Obie se lo consideraba tanto con admiración como con
bastante temor. Con su poder sobre las asignaciones finales de vuelo podía consagrar a
alguien o arruinar su carrera para siempre. El hecho de que había elogiado al equipo de
Kittredge era, por cierto, muy buena noticia.
Pero, con su siguiente comentario, Hazel les pateó el pedestal. -Sin embargo -dijo-, a
Obie le preocupa que ustedes se tomen todo esto demasiado a la ligera. Que para
ustedes siga siendo un juego. -¿Qué espera Obie que hagamos? -dijo Hewitt-.
¿Obsesionarnos con las diez mil maneras en que podríamos chocar e incendiarnos?
-El desastre no es teórico.
Esta declaración de Hazel, dicha en voz tan baja, hizo que todos cayeran en un
momentáneo silencio. Desde lo del Challenger, cada miembro del cuerpo de astronautas
estaba totalmente consciente de que era sólo cuestión de tiempo para que ocurriera otra
desgracia importante. Los seres humanos sentados sobre cohetes preparados para
explotar con dos millones de kilos de propulsión no podían darse el lujo de tomar a la
ligera los peligros de su profesión. Pero hablaban muy poco de morir en el espacio;
mencionarlo era admitir esa posibilidad, reconocer que el próximo Challenger podría
incluir el propio nombre en la lista de tripulación.
Hazel se dio cuenta de que había echado un balde de agua fría en el buen ánimo de
ellos. No era una buena manera de terminar una sesión de entrenamiento, por lo que
retrocedió en su crítica anterior.
-Dije eso sólo porque ustedes están tan bien integrados. Tengo que trabajar mucho
para hacerlos tropezar. Faltan tres meses para el lanzamiento, y ustedes ya están en
buena forma. Pero lo quiero en una forma aun mejor.
-En otras palabras, chicos -dijo Patrick desde su consola-. No tan arrogantes.
Bob Kittredge agachó la cabeza fingiendo humildad. -Nos vamos a casa a ponernos los
cilicios.
-La confianza excesiva es peligrosa -dijo Hazel. Se levantó de la silla y se puso de pie
frente a Kittredge. Veterano de tres vuelos de transbordador, Kittredge era media cabeza
más alto, y tenía la resuelta apostura de un piloto naval, lo que había sido antes. Hazel no
estaba intimidada por Kittredge, ni por ninguno de sus astronautas. Fueran científicos de
cohete o héroes militares, inspiraban en ella la misma preocupación maternal: el deseo de
que volvieran vivos de sus misiones.
-Eres tan bueno en el mando, Bob -dijo-, que le has hecho creer a tu tripulación que es
fácil.
-No, son ellos los que lo hacen parecer fácil. Porque son buenos.
-Ya veremos. El simulacro integrado se fijó para el martes, con Hawley e Higuchi a
bordo. Vamos a sacar nuevos trucos de la galera. Kittredge sonrió.
-Bien, trata de matarnos. Pero sé justa al hacerlo.
-El destino pocas veces es justo -dijo Hazel con solemnidad-. No esperes que yo lo
sea.
Emma y Bob Kittredge estaban sentados en un reservado del salón Fly By Night,
bebiendo cerveza y diseccionando las simulaciones de ese día. Era un ritual que habían
establecido once meses atrás, durante los comienzos de la formación del grupo, cuando
los cuatro se habían juntado por primera vez como la tripulación del vuelo transbordador
162. Todos los viernes a la noche, se encontraban en el Fly By Night, localizado en el
número 1 de Nasa Road, a metros del Centro Espacial Johnson, y examinaban los
avances del entrenamiento. Lo que habían hecho bien, lo que todavía necesitaban
mejorar. Kittredge, quien elegía personalmente a cada miembro de su tripulación, había
empezado el ritual. Aunque ya trabajaban más de sesenta horas por semana, él jamás
parecía tener ganas de ir a su casa. Emma había creído que la razón era que el
recientemente divorciado Kittredge vivía solo y odiaba tener que volver a una casa vacía.
Pero cuando lo conoció mejor, se dio cuenta de que esas reuniones eran, simplemente,
su manera de prolongar la excitación de adrenalina de su trabajo. Kittredge vivía para
volar. Sólo para entretenerse, leía los horriblemente austeros manuales de
transbordadores. Pasaba todos sus momentos libres en los controles de uno de los T38
de la NASA. Casi parecía que detestaba la fuerza de gravedad que ataba sus pies a la
Tierra.
No podía entender por qué el resto de la tripulación querría volver a sus hogares al final
del día, y esta noche parecía un poco melancólico porque eran sólo ellos dos los que
estaban sentados a su mesa habitual del Fly By Night. Jill Hewitt estaba en el concierto de
piano de su sobrino, y Andy Mercer había ido a su casa a festejar su décimo aniversario
de bodas. Sólo Emma y Kittredge se habían presentado a la hora señalada, y ahora que
habían terminado de desmenuzar las simulaciones de esa semana, se produjo un largo
silencio entre ellos. Se les habían acabado los temas de conversación de su profesión y,
por lo tanto, había perdido fuerza.
-Mañana me voy a llevar uno de los T38 a White Sands-dijo él-. ¿Quieres venir?
-No puedo. Tengo una cita con mi abogado. -¿Así que tú y Jack seguirán adelante con
eso? Ella suspiró.
-Las cosas ya están en marcha. Jack tiene su abogado y yo tengo el mío. Este divorcio
se ha transformado en un tren sin control. -Suena como si tuvieras dudas.
Con firmeza, dejó su cerveza en la mesa. -No tengo ninguna duda.
-¿Entonces por qué sigues usando el anillo?
Ella se miró el anillo matrimonial de oro. Con una repentina ferocidad, trató de
quitárselo, pero descubrió que no podía moverlo. Después de siete años en el dedo, el
anillo parecía haberse moldeado en su carne, y se negaba a que lo amputaran. Lanzó una
maldición y tironeó otra vez; ahora con tanta fuerza que el anillo arrancó un poco de piel
cuando se deslizó hasta el nudillo. Lo puso sobre la mesa.
-Ahí tienes. Una mujer libre. Kittredge rió.
-Ustedes dos han estado arrastrando este divorcio más tiempo de lo que yo estuve
casado. ¿Sobre qué se están peleando?
Ella, súbitamente fatigada, se hundió en la silla.
-Sobre todo. Lo admito, yo tampoco fui razonable. Hace unas semanas, intentamos
sentarnos y hacer una lista de todas nuestras posesiones. Lo que yo quiero, lo que él
quiere. Nos prometimos que íbamos a ser civilizados al respecto. Dos adultos maduros y
en calma. Bueno, para cuando llegamos a la mitad de la lista, era una guerra declarada.
Sin prisioneros. -Suspiró. En realidad, así habían sido Jack y ella siempre. Igualmente
obstinados, ferozmente apasionados. Ya fuera en el amor o en la guerra, siempre volaban
chispas entre ellos. -Sólo pudimos ponernos de acuerdo en una cosa -dijo-. Yo me quedo
con el gato.
-Qué suerte. Ella lo miró. -¿Tú te arrepientes de algo?
-¿Te refieres a mi divorcio? Jamás. -Aunque su respuesta había sido inequívoca y
desapasionada, su mirada había caído, como si estuviera intentando ocultar una verdad
que ambos conocían: él seguía lamentando el fracaso de su matrimonio. Hasta un
hombre lo suficientemente temerario como para atarse sobre millones de kilos de
combustible explosivo podía sufrir por una soledad de lo más común.
-Mira, éste es el problema, finalmente pude deducirlo -dijo-. Los civiles no nos
entienden porque no pueden compartir el sueño. Los únicos que siguen casados con
astronautas son santos o mártires. O aquellos a quienes no les importa un carajo si nos
morimos. -Lanzó una carcajada. -Bonete no era ninguna mártir. Y desde ya que no
entendía para nada el sueño.
Emma contempló su anillo de bodas, que brillaba sobre la mesa. Jack sí lo entiendedijo
en voz baja-. Era su sueño también. Eso es lo que arruinó lo nuestro, sabes. Que yo
voy y él no. Que es él quien queda atrás.
-Entonces debe crecer y enfrentar la realidad. No todos tienen la fibra necesaria.
-Sabes, me gustaría que no te refirieras a él como si fuera un rechazado.
-Oye, él fue el que renunció.
-¿Qué otra cosa podía hacer? Sabía que no lo iban a asignar a ningún vuelo. Si no te
van a dejar volar, no tiene sentido estar en el cuerpo.
-Lo rechazaron por su propio bien.
-Fueron suposiciones médicas. Tener una piedra en el riñón no quiere decir que
tendrás otra.
-Está bien, doctora Watson. Tú eres la médica. Dime esto: ¿tú aceptarías a Jack en tu
tripulación? ¿Conociendo su problema médico?
Ella hizo una pausa.
-Sí. Como médica, sí, lo haría. Lo más probable es que Jack esté perfectamente bien
en el espacio. Tiene tanto para ofrecer que no puedo imaginar por qué ellos no querían
que él estuviera allí. Puedo estar divorciándome de él, pero lo respeto.
Kittredge se rió y luego vació su vaso de cerveza. -No eres exactamente objetiva sobre
esto, ¿verdad?
Ella comenzó a discutir, hasta que se dio cuenta de que no tenía ninguna defensa.
Kittredge tenía razón. Cuando se tocaba el tema de Jack McCallum, ella nunca había sido
objetiva.
Afuera, bajo el calor húmedo de una noche de verano en Houston, Emma se detuvo en
el estacionamiento del Fly By Night y contempló el cielo. El resplandor de las luces de la
ciudad apagaba las estrellas, pero de todas formas podía distinguir constelaciones
confortablemente familiares. Cassiopeia y Andrómeda y las Siete Hermanas. Cada vez
que las miraba, recordaba lo que Jack le había dicho una noche de verano cuando
estaban acostados en el pasto, mirando las estrellas. La noche en que por primera vez se
había dado cuenta de que estaba enamorada de él. Los cielos están llenos de mujeres,
Emma. Tú también tienes que estar allí.
En voz baja, dijo: -Tú también, Jack.
Abrió su auto y se introdujo en el asiento del conductor. Buscó en su bolsillo hasta que
encontró el anillo de bodas. Al contemplarlo en la penumbra del auto, pensó en los siete
años de matrimonio que representaba. Que ahora estaba casi terminado.
Volvió a guardar el anillo en el bolsillo. Su mano izquierda parecía desnuda, expuesta.
"Tendré que acostumbrarme", pensó, y encendió el auto.

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